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deben soportar. El autor señala que existe una “notoria asimetría entre quién paga y quién recibe”, de hecho los impuestos, que en buena parte recaen sobre los miembros de la clase dominante, son los que sostienen los servicios públicos que disfrutan los más desfavorecidos. Como afirma Galbraith “los afortunados del sistema se encuentran con que pagan con sus impuestos el coste público de la subclase funcional”.

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Como indicamos antes, el individualismo y la búsqueda del poder y la riqueza, son síntomas propios de la naturaleza humana que se agudizan debido a los valores del sistema que rige nuestra sociedad. Esto provoca que, a pesar de que, como bien indica el autor, los impuestos son necesarios para el buen funcionamiento de la sociedad, la gran mayoría de la clase dominante abogue por su reducción, o en casos más extremos, su completa abolición. La figura del Estado se ve como una carga y como un obstáculo en los intereses de la clase dominante, ¿por qué deben pagar por algo que no van a disfrutar? En este sentido se olvidan las necesidades de las personas, la cobertura sanitaria, la educación pública, el derecho a una vivienda,…todo ello se sustituye por valores como “la supervivencia del más fuerte” o “la selección natural”.

 

A pesar de ello, la opinión de la mayoría satisfecha sobre el servicio del Estado y los costes que genera es selectiva. Algunas funciones y servicios cuentan con su aprobación, como es el caso de la defensa o el apoyo a ciertas instituciones financieras en situación de quiebra: “Es una función pública que se defiende plenamente, por muy notorios que sean el despilfarro financiero y el latrocinio patente que la hacen necesaria”, explica Galbraith. Por eso, a pesar de que el dinero público debería destinarse, en gran medida, a servicios destinados al bienestar de la sociedad y a poder ofrecer una mayor calidad de vida a aquellos que no gozan de una situación que se lo permita, se destinan mayores fondos a aquellas funciones y servicios que los afortunados aprueban y consideran importantes. Todo esto es debido, como indica el autor, a que la mayoría satisfecha es la que vota y por lo tanto los líderes políticos, que a menudo son objeto de crítica y desaprobación, obedecen a estos intereses, dejando a un lado el bienestar general, y convirtiéndose, en un fiel reflejo de sus votantes. Como señala el autor: “Una parte de la comunidad paga los impuestos y vota; otra recibe los beneficios y no vota”, lo que comporta, como indicamos antes, un malestar con el Estado, y una preferencia hacia un sistema liberalista y hacia la doctrina del laisser faire que varios prestigiosos economistas señalaron en obras convertidas en culto de la economía actual.

 

El apoyo de figuras de reconocido prestigio hacia un sistema que la mayoría satisfecha aprueba es la justificación social que se precisa para argumentar la posesión y persecución ilimitadas de riqueza. El autor señala que la figura más influyente en este aspecto es Adam Smith, cuya obra, “La riqueza de las naciones”, ha servido para justificar el sistema imperante actualmente. A pesar de esto, muchos de los conceptos liberalistas defendidos hoy en día son opuestos a las ideas de Smith, pues como indica el autor: “Smith insistía en que un país civilizado tiene gran cantidad de gastos necesarios que no lo son en absoluto en un país bárbaro”. Aún así, se sigue utilizando la imagen del padre del liberalismo para defender y justificar ideas como las argumentadas por el famoso economista francés Pascal Salin en su libro “El liberalismo”, en el que se aproximaba al concepto de “anarcocapitalismo”, en el que la figura del Estado debía ser erradicada, ya que bajo su juicio se trataba de una “organización criminal” que arrebataba por la fuerza el dinero del contribuyente, y en donde imperase la ley del más fuerte. 

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Como podemos ver, Galbraith hace un perfecto análisis del funcionamiento del sistema actual. Las leyes económicas se rigen por los intereses de la clase dominante que, a su vez, representa a “la mayoría de los que votan” y por lo tanto, el sistema económico y político está orientado cara sus necesidades. Mientras, la “subclase funcional” vive el día a día con resignación y con cierta sensación de gratitud por no estar en una situación peor. Además el ejercicio del voto es algo que no despierta interés debido a que “se trata de un ejercicio inútil para el ciudadano con derecho a voto que está sumido en la pobreza”, tal y como explica el autor:“Se tiene la justa impresión de que la diferencia entre los dos partidos respecto a los temas de interés inmediato es insignificante, y que por lo tanto no merece la pena decidir entre ellos. Así queda asegurada la soberanía de la mayoría de los satisfechos”. 

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Como indicamos anteriormente, “La cultura de la satisfacción” no fue un libro escrito con ánimo de crítica o censura, solo se trata de un análisis que el autor hace de la sociedad actual, pero tras leerlo siempre quedará un cierto resquemor que obliga a querer cambiar la situación. No podemos continuar satisfechos viviendo en un sistema con tanta desigualdad en el que parte de la población aboga por la erradicación de la cobertura social de unos servicios mínimos. Debemos utilizar libros como el de John Kenneth Galbraith para darnos eco de la situación e intentar cambiar una sociedad que, tal y como calificó Adam Smith, es propia de “bárbaros”. 

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Gádor Cascales

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La cultura de la satisfacción

Si algo podemos destacar de la obra de John Kenneth Galbraith, “La cultura de la satisfacción”, es la objetividad con la que juzga la política económica de Estados Unidos, que a su vez, en buena medida, se puede extrapolar a los demás países capitalistas. El autor no pretende realizar un ejercicio de crítica o censura sobre una sociedad y cultura de la que él también se considera partícipe y benefactor. Así lo destaca al comienzo de su libro bajo las siguientes palabras: “Es una cultura de gran interés e importancia, o eso obviamente me gustaría creer. De ahí la necesidad de estudiarla y entenderla. Pero no es un sujeto adecuado para la indignación, ni en el que seriamente puedan esperarse reformas”. En efecto, la cultura de la satisfacción es un concepto difícil de criticar si no queremos caer en un discurso lleno de hipocresía. Los seres humanos, por naturaleza, buscan la satisfacción, siempre a corto plazo, y debido a la alienación propia del sistema en el que vivimos, la individualidad prevalece sobre la búsqueda del interés colectivo. 

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La crítica radicaría en que es la clase dominante, la que pertenece a la cultura de la satisfacción y la que goza de mayores recursos económicos, la que mira por su propio bienestar condicionando la política de su país y dificultando la existencia de aquellos que por el contrario, pertenecen a la que Galbraith denominó como “subclase funcional”. De esta última idea derivan aspectos como la insoportable carga del Estado y de los impuestos que los más favorecidos

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